Era una especie de pesadilla apocalíptica.
Durante la segunda mitad del siglo XX, la humanidad vivió con el temor presente de un posible holocausto nuclear.
A la posibilidad de una confrontación con armas atómicas entre las dos superpotencias rivales, Estados Unidos y la Unión Soviética, pronto se sumó la preocupación por la llamada proliferación nuclear que podía llevar a que otros países y, más preocupante aún, organizaciones terroristas pudieran obtener el control de la bomba.
Para intentar contener esta posibilidad, el gobierno del presidente estadounidense Dwight Einsenhower lanzó e 1953 la iniciativa «Átomos para la paz», que prometía facilitar acceso a los usos pacíficos de la energía nuclear a aquellos países que renunciaran a dotarse de la bomba.
En 1957, se creó el Organismo Internacional de Energía Atómica (IAEA, por sus siglas en inglés), que es parte del sistema de Naciones Unidas; y poco más de una década después, en 1968, se estableció el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (NPT, por sus siglas en inglés) para hacer frente a este peligro.